Cartas
La verdad, me encantan los adelantos tecnológicos; es una maravilla escribir en el teléfono o la computadora (u ordenador, como le enseño a mis alumnos en base al libro de texto que manejan en la escuela), enviar el texto por internet y saber que el destinatario lo recibirá en unos cuantos segundos -si es que está conectado- o en algunas horas a más tardar, haciendo más llevadera la distancia.
Estoy segura de que muchos de ustedes todavía recuerdan cuando hablar de larga distancia era carísimo y te cobraban por minuto. En ciertos horarios, como el domingo por la noche por ejemplo, había descuentos y era el momento en que las familias aprovechaban para hablar a la abuela en Aguascalientes o la tía en Ciudad Victoria con diálogos casi telegráficos.
Hoy en día, casi todos cargamos con un teléfono inteligente que nos permite llamar a cualquier persona al otro lado del mundo a un precio mínimo, sin tener que asegurarnos de que van a estar en casa y la línea va a estar libre.
Y al mismo tiempo, creo que nada se compara con una carta manuscrita, una tarjeta elegida con cuidado, una nota de tu puño y letra, selladas con cariño y enviadas por correo tradicional, sin importar el tiempo que tarden en llegar a su destino. Antes era muy fácil reconocer la letra de nuestros amigos y familiares, simplemente con ver la dirección escrita en el sobre sabíamos de quién estábamos recibiendo noticias, lo que aumentaba la emoción de saber qué nos habrían escrito. (Indirecta: ¿Cómo ven si nos mandan una tarjeta, carta o postal a Hong Kong? Prometo responderles.)
Y para muestra un botón, una carta que me envió Ana Paula desde Suiza y en la que plasma la aventura de buscar esa tarjeta que sabemos le va a gustar a nuestro destinatario.
una tarjeta que no quería ser comprada. La chica que quería comprarla pasaba a diario caminando y la veía en la vitrina. Cerrado los lunes. Bueno, intentará mañana.
Llegó el martes y el letrero de colores le indicó: abierto a partir de las 12:30.
Eran las nueve y media de la mañana. La tarjeta plateada, reluciente al sol de primavera, la miró insolente y pensó que la chica era demasiado floja como para venir por ella un sábado por la mañana, el único día que parecía estar abierta la tienda desde temprano. La semana pasó; la tarjeta se olvidó de su admiradora.
La campanita de la puerta de entrada repicó. La tarjeta, expuesta entre otras, no pudo ver quién había entrado. En su despiste, olvidó esconderse y, sin esperarlo, empezó a volar por los aires. Alguien la había escogido.
Por fin. La chica pudo comprar la tarjeta plateada con el corazón rosa que tanto quería mandarle a su mamá.
Estoy segura de que muchos de ustedes todavía recuerdan cuando hablar de larga distancia era carísimo y te cobraban por minuto. En ciertos horarios, como el domingo por la noche por ejemplo, había descuentos y era el momento en que las familias aprovechaban para hablar a la abuela en Aguascalientes o la tía en Ciudad Victoria con diálogos casi telegráficos.
Hoy en día, casi todos cargamos con un teléfono inteligente que nos permite llamar a cualquier persona al otro lado del mundo a un precio mínimo, sin tener que asegurarnos de que van a estar en casa y la línea va a estar libre.
Y al mismo tiempo, creo que nada se compara con una carta manuscrita, una tarjeta elegida con cuidado, una nota de tu puño y letra, selladas con cariño y enviadas por correo tradicional, sin importar el tiempo que tarden en llegar a su destino. Antes era muy fácil reconocer la letra de nuestros amigos y familiares, simplemente con ver la dirección escrita en el sobre sabíamos de quién estábamos recibiendo noticias, lo que aumentaba la emoción de saber qué nos habrían escrito. (Indirecta: ¿Cómo ven si nos mandan una tarjeta, carta o postal a Hong Kong? Prometo responderles.)
Y para muestra un botón, una carta que me envió Ana Paula desde Suiza y en la que plasma la aventura de buscar esa tarjeta que sabemos le va a gustar a nuestro destinatario.
01.04.16
Érase una vez...una tarjeta que no quería ser comprada. La chica que quería comprarla pasaba a diario caminando y la veía en la vitrina. Cerrado los lunes. Bueno, intentará mañana.
Llegó el martes y el letrero de colores le indicó: abierto a partir de las 12:30.
Eran las nueve y media de la mañana. La tarjeta plateada, reluciente al sol de primavera, la miró insolente y pensó que la chica era demasiado floja como para venir por ella un sábado por la mañana, el único día que parecía estar abierta la tienda desde temprano. La semana pasó; la tarjeta se olvidó de su admiradora.
La campanita de la puerta de entrada repicó. La tarjeta, expuesta entre otras, no pudo ver quién había entrado. En su despiste, olvidó esconderse y, sin esperarlo, empezó a volar por los aires. Alguien la había escogido.
Por fin. La chica pudo comprar la tarjeta plateada con el corazón rosa que tanto quería mandarle a su mamá.
FIN
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